Suecia reintroduce el servicio militar obligatorio y en Francia, otrora
paradigma de la “nación en armas”, surge el debate sobre la conveniencia de una
medida similar. Entre nosotros sería sumamente difícil, por no decir imposible,
algo parecido. Ni desde la propia sociedad, muy de espaldas a las cuestiones de
seguridad, ni desde los ámbitos de la política, encorsetados entre la demagogia
más ramplona y un gélido discurrir estrictamente burocrático. No se percibe
suficiente inquietud sobre todo aquello que afecte, refuerce o consolide la
permanencia histórica de la nación o de los instrumentos institucionales a su
servicio. Y eso cuando no se propugna abiertamente la demolición de todo el
edificio.
Es sabido que en los años ochenta y noventa del pasado siglo se generó en España
un gran rechazo social al servicio militar obligatorio, alcanzando la objeción
de conciencia cotas insospechadas, sin parangón en ningún país de nuestro
entorno, con incluso el fenómeno de la insumisión, extendida a cualquier
prestación social sustitutoria, ésta ya de por sí una verdadera farsa en muchos
casos. No es el momento de analizar ahora las causas de una situación que
abocaba a un enorme riesgo estratégico y que generó desánimo en los cuadros de
mando de la época. Lo cierto es que la Ley 17/1999, de 18 de mayo, reguladora
del personal de las Fuerzas Armadas, suspendió la prestación del servicio
militar con fecha 31 de diciembre de 2002, y, dos años después, el Real Decreto
247/2001, de 9 de marzo, anticipó esa suspensión al 31 de diciembre de 2001.
Profesionalizada, en consecuencia, la tropa, la Ley 8/2006, de 24 de abril, de
Tropa y Marinería, integró un positivo intento para regular y racionalizar la
figura del soldado profesional.
Resulta evidente que el sistema de reemplazo no satisfacía las crecientes
exigencias derivadas de los compromisos con nuestros aliados, la participación
en misiones en el exterior y la complejidad de equipos y sistemas, de tal suerte
que la profesionalización, en sí misma, no ha de valorarse peyorativamente.
Ahora bien, esto no quiere decir que un Ejército profesional no pueda
complementar sus efectivos con miembros no profesionales, lo que evidencia la
propia existencia de reservistas voluntarios (seleccionados periódicamente y que
tienen un compromiso de disponibilidad temporal), de especial disponibilidad
(militares de tropa y marinería con el compromiso cumplido que lo soliciten) y
obligatorios (todos los españoles entre 19 y 25 años, caso de necesidad para la
defensa nacional y con autorización del Congreso), reguladas las tres figuras en
el Real Decreto 383/2011, de 18 de marzo, reglamento que desarrolla la Ley
Orgánica 5/2005, de 17 de noviembre, de la Defensa Nacional, y la Ley 39/2007,
de 19 de noviembre, de la carrera militar.
Pero, con independencia de que la tercera de esas categorías sin duda
encontraría serios problemas políticos y administrativos para su activación, y
de, en principio, lo limitado de las otras dos, lo cierto y verdad, para mayor
preocupación, es que nuestra normativa sobre movilización nacional adolece de
deficiencias y lagunas, como quedó evidenciado en la crisis de los controladores
aéreos. No sería realista, sin embargo, buscar lenitivo en una vuelta
irrestricta al servicio militar obligatorio. Pero no estaría de más reflexionar
sobre una posible apertura a la incorporación, en principio voluntaria dentro de
un cupo prefijado y sustancialmente limitada en el tiempo, de hombres y mujeres
integrantes de unos renacidos reemplazos anuales, con miras no solo a cubrir
necesidades concretas en territorio nacional (no en misiones), también para algo
tan importante como reforzar la cultura nacional de defensa, cuya promoción
consagra la propia Ley Orgánica de Defensa Nacional en su artículo 31. Y no se
objeten costes materiales cuando los retornos, incluso de naturaleza moral,
pudieran ser de rango incalculable.
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