A partir de las postrimerías del siglo pasado, un grupo de antiguos miembros
del desaparecido Cuerpo Jurídico de la Armada, entre otras voces, comenzó a
advertir, en diferentes foros y varias publicaciones, sobre la necesidad de
revitalizar y poner en valor diferentes aspectos del Derecho Marítimo, que tan
consustancial había sido para aquéllos, sobre todo en su ámbito público. El
propósito también solapaba una clara llamada de atención sobre aspectos
criticables en la creación de los cuerpos comunes en el seno de las Fuerzas
Armadas.
La primera vertiente ha obtenido respuesta en una creciente y plural dogmática
sobre la materia, e incluso en la reintroducción en 2010 del delito de piratería
en el Código Penal o en concretas líneas maestras de la Ley de Navegación
Marítima del año 2014, norma que sorprende por su bondad técnica en época de
productos legislativos de calidad cuestionable. No puede decirse lo mismo
respecto de lo que hemos identificado como intención subyacente, varada
melancólicamente en aguas someras, a pesar de alguna concesión simbólica con
inevitable fecha de caducidad. Dicho sea esto último con pleno y sincero respeto
a la organización vigente, a la que cabe reconocer un desenvolvimiento
consolidado, razonable y riguroso, por más que resulte legítimo su
cuestionamiento.
Cambio de tercio. Se detectan por los analistas derivas aparentemente erráticas
en política exterior norteamericana, aunque su lectura correcta deba espigarse
en claves de política interna, por lo que los riesgos pudieran verse
atemperados. En cualquier caso coinciden con turbulencias en la política
europea, configurando un escenario plagado de inquietantes incógnitas. Una
tesitura en la que conviene afinar en todos los planos en juego, incluido el
estrictamente militar, con visión de conjunto y jugando con nuestras cartas, que
es evidente existen y no carecen de valor.
Cuestión de enorme trascendencia es la diferente visión que EEUU y Rusia parecen
mostrar del terrorismo yihadista, en el primer caso desde una perspectiva
hegemónica con legitimación liberal y elementos del “choque de civilizaciones”,
en el segundo utilizándose criterios de unidad territorial combinados con la
necesidad de reconocimiento como actor de primer orden. Resulta difícil digerir
que dos potencias de raíz cultural no radicalmente distinta fueran incapaces de
encontrar espacios intermedios de entendimiento, aparcando inercias de la guerra
fría o asumiendo que existan cosmovisiones políticas muy decantadas por
condicionamientos históricos o geográficos. En ello nos va mucho a todos.
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