El día once del mes once, a las once, de 1918, según los términos acordados,
concluyó la Gran Guerra. Se cumplen cien años, pero los efectos de la efeméride
perduran en el solar europeo. Las historias o relatos más conocidos culpan a los
Imperios Centrales del estallido de 1914 (por todos, BARBARA TUCHMAN), pero
también existe una percepción de sesgo contrario (DOGHERTY & MC GREGOR,
KOLLERSTROM…), como bien ha reflejado el capitán de navío BARRO ORDOVÁS en un esclarecedor
artículo (Dreadnought 1914) publicado en el número de julio de la Revista
General de Marina, en el que se pone de relieve el empeño británico, encarnado
en la llamada élite secreta (BALFOUR, GREY, HALDANE, CHURCHILL,
ASQUITH…con el apoyo de ROTHSCHILD), en desencadenar la guerra para cortar las
alas a la potencia continental que rivalizaba con el Imperio Británico.
Pero se comparta una u otra interpretación, lo cierto es que para Europa la
contienda supuso una catástrofe, el fin de un largo período de expansión
económica y florecimiento cultural, con el corolario, veinte años después, de
una guerra aún más devastadora, en gran medida fruto de las draconianas
condiciones del Tratado de Versalles. A pesar de la participación de potencias
no europeas en ambas guerras, podemos tomar prestada de PAYNE la idea de que en
realidad ambos conflictos constituyeron guerras civiles, en el sentido de
que el enfrentamiento se libra entre partes de una misma matriz cultural e
histórica. Algunos, en modo radical, llegan a calificarlo de suicidio.
En el presente, el edificio erigido tras la Segunda Guerra Mundial para,
precisamente, conjurar el peligro de una nueva guerra, ha entrado en crisis. Una
crisis de identidad en la que confluyen circunstancias como el declive económico
o, más bien, pérdida de competitividad, respecto del área Asia-Pacífico, también
la salida de quien, según la interpretación antes expuesta, propició el
cataclismo que este noviembre se conmemoró, y, en tercer lugar, un creciente
desapego en la adhesión colectiva al proyecto.
Y en tiempos confusos algunos proponen ahora potenciar el llamado Ejército
europeo, de manera difusa e inconcreta, quizá oportunista. Aún conviniendo
en la necesidad de un incremento del gasto militar, del reforzamiento de la
coordinación entre los ejércitos europeos y de la potenciación de las economías
de escala en la industria militar, la cuestión no puede ni debe abordarse con
frivolidad o precipitación.
La Brigada Franco-Alemana, creada en 1989, desembocó en 1993 en el Eurocuerpo,
abierto a otros estados de la UEO (España está desde 1994), con Cuartel General
en Estrasburgo y desde el primer momento puesto a disposición de la OTAN.
Actualmente se encuentra plenamente integrado en el sistema de rotaciones de la
Fuerza de Respuesta de la OTAN (NRF) y, por otra parte, está a disposición de la
UE para operaciones de gestión de crisis como Cuartel General de los Grupos de
Combate de UE (EUBG). Si sugerir la potenciación de esa estructura supone
conceptualmente un Ejército europeo nada habría que objetar, siempre y
cuando ello no vaya en detrimento del vínculo atlántico.
Ahora bien, una cosa es la coordinación reforzada o la constitución de estados
mayores conjuntos y otra la completa disolución en una organización en la que se
difuminen las señas de identidad originarias de los componentes. No es lo mismo
un Ejército nacional, con la carga simbólica inherente (tan necesaria en una
última ratio), que una burocracia ex novo en la que puede hacerse más
que difícil servir y sacrificarse hasta las últimas consecuencias. Prudencia en
todo caso.
|