Parece que, por fin, se agarra el toro por los cuernos y aumenta el menguado gasto militar español. Ha servido de acicate un conflicto en el este europeo y la reiterada llamada de atención de quien ostenta la hegemonía en la Alianza Atlántica. Bienvenida sea una decisión que cuenta con un respaldo político mayoritario y, quizá por primera vez en mucho tiempo, del de una más que sustancial parte del cuerpo social. Esperemos que la materialización sea real, lo más rápida posible y acomodada a nuestras necesidades estratégicas.
Pero esta modesta reflexión no irá de capacidades concretas ni de la mejor forma de subvenir a ellas. Se trata de recordar, en línea con nuestra tradición militar y con el código moral que integran las Reales Ordenanzas, que el espíritu propio de la institución castrense, plasmado en virtudes, entre otras, como el patriotismo, el honor, la lealtad y la disciplina, no deja de ser consustancial a una organización que, por avanzada materialmente pudiera estar, es parte estructural del Estado, esto es, de la encarnación administrativa de la Nación, en cuanto salvaguardia, también símbolo, de su permanencia histórica.
En definitiva, un entorno cada vez más caracterizado por asombrosos avances técnicos no debiera ahogar o adormecer el hálito esencial que inspira la vida militar. Presérvese, en la medida de lo posible, el binomio inescindible militar/valores, sin el que todo queda reducido a un imponente artefacto sin alma, solo atento a fríos imperativos funcionariales o burocráticos. La historia nos recuerda que ejércitos con el mejor y más abundante material fracasaron por factores morales.
El régimen jurídico básico de las Fuerzas Armadas, la formación y estatus jurídico singulares de sus miembros, así como una adecuada previsión del despliegue del “ius puniendi” en el seno de la institución, conforman un entramado que no puede olvidar la perspectiva que sostenemos. Todo ello en aras al mejor cumplimiento de las misiones atribuidas por el artículo 8.1 de nuestra ley de leyes.
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