Cien años de la aparición de “La España invertebrada”, de ORTEGA Y GASSET. Una obra de referencia en la cultura española, no obstante lo discutible de ciertos aspectos de sus observaciones sobre nuestra entraña histórica, tal como apuntan algunas plumas de peso en la historiografía patria. Pero sus intuiciones no dejan de deslumbrar en el tiempo presente, no solo por su brillante ropaje estilístico.
El texto no olvida abordar uno de los elementos estructurales esenciales del Estado, el Ejército, con reflexiones como la contenida en el capítulo “El caso del grupo militar”. Expurgado de cuanto coyuntural o inmediato pueda contener, reproducimos uno de sus pasajes:
“Después de las guerras colonial e hispanoyanqui quedó nuestro ejército profundamente deprimido, moralmente desarticulado; por decirlo así, disuelto en la gran masa nacional. Nadie se ocupó de él ni siquiera para exigirle, en forma elevada, justiciera y competente, las debidas responsabilidades. Al mismo tiempo, la voluntad colectiva de España, con rara e inconcebible unanimidad, adoptó sumariamente, radicalmente, la incuestionable resolución de no volver a entrar en bélicas empresas. Los militares mismos se sintieron en el fondo de su ánima contaminados por esta decisión, y don JOAQUÍN COSTA, tomando una vez más el rábano por las hojas, mandó que se sellase el arca del CID.
He aquí un caso preciso en que resplandece la necesidad de interpretar dinámicamente la convivencia nacional, de comprender que solo la acción, la empresa, el proyecto de ejecutar un día grandes cosas son capaces de dar regulación, estructura y cohesión al cuerpo colectivo. Un ejército no puede existir cuando se elimina de su horizonte la posibilidad de una guerra. La imagen, siquiera el fantasma de una contienda posible debe levantarse en los confines de la perspectiva y ejercer su mística, espiritual gravitación sobre el presente del ejército. La idea de que el útil va a ser un día usado es necesaria para cuidarlo y mantenerlo a punto. Sin guerra posible no hay manera de moralizar un ejército, de sustentar en él la disciplina y tener alguna garantía de su eficacia.
Comprendo algunas ideas de los antimilitaristas, aunque no las comparto. Enemigos de la guerra, piden la supresión de los ejércitos. Tal actitud, errónea en su punto de partida, es lógica en sus consecuencias. Pero tener un ejército y no admitir la posibilidad de que actúe es una contradicción gravísima que, a despecho de insinceras palabras oficiales, han cometido en el secreto de sus corazones casi todos los españoles desde 1900. La única guerra que hubiera parecido concebible, la de independencia, era tan inverosímil, que prácticamente no influía en la conciencia pública. Una vez resuelto que no habría guerras, era inevitable que las demás clases se desentendieran del Ejército, perdiendo toda sensibilidad para el mundo militar”.
Ha pasado un siglo desde esas atinadas palabras y más tiempo aún desde los hechos que comentan. A pesar de ello, queda a criterio del sufrido lector de estas líneas extraer consecuencias predicables al presente. Aunque el texto liga con la profunda crisis espiritual que se desencadena tras el Desastre del 98, convendría meditar si hoy nos encontramos ante un posible horizonte bélico, también si la conciencia pública ha mudado -y no sólo por la circunstancia anterior- de la desafección al interés en cuestiones de defensa y si, por último, el contexto es propicio a la cordura y el pragmatismo en la materia. Húyase, en la medida en que fuere factible, y siguiendo también a ORTEGA, de orientaciones “inconexas, desacertadas y pueriles” que no conducen a buen puerto. Pero lo deseable por lógico, desgraciadamente, muchas veces no coincide con lo posible.