Enunciaba RAYMOND ARON, en 1947, su conocida fórmula "guerra improbable, paz imposible". Puede que hoy la trocaría en "guerras posibles, paz improbable". Afirman algunos que el siglo XXI comenzó en 1989, con la caída del muro, otros el 11 de septiembre de 2001. Una fecha marca el fin de la guerra fria y del MAD -y, paradójicamente, de una cómoda certidumbre estratégica-, la otra el tránsito a una era de incógnitas y riesgos de dificil control. Sobre ambas se superpone el deslizamiento del eje decisivo en la política mundial del Atlántico al Pacífico, con repercusiones de calado para Europa, que de factor relevante pudiera pasar a simple comparsa.
Un escenario así, si se afronta con sensatez, no debe abocar necesariamente a la amargura o el pesimismo. Occidente en su conjunto aún no ha perdido la supremacía tecnológica y las complementariedades del vínculo trasatlántico, salvo algunos menoscabos coyunturales, continúan vigentes. Más si Europa no quiere verse relegada a un gran parque temático, inerme trente a los asaltos de los enemigos de la libertad, ha de reconsiderar seriamente su papel en el mundo. Eso exige reflexionar sobre algunos aspectos de su deriva: valores comunes y raices históricas, demografía y peso militar. Quizá se esté a tiempo, aunque se atisban fracturas históricas de fondo.
El señalado fortalecimiento de la capacidad militar, garantía del binomio seguridad-prosperidad, según advierten diferentes estudios de prospectiva estratégica, tiene exigencias en diferentes planos:
-Una disuasión suficiente, de naturaleza convencional, ante posibles amenazas procedentes de países autocráticos inclinados al chantaje energético o similar, o que, en su lógica expansiva, económica o ideológica, puedan constituirse en elementos perturbadores de la seguridad colectiva.
-Las amenazas asimétricas requieren la potenciación de las fuerzas especiales, de los centros de información y de la capacidad para la proyección de fuerzas en teatros lejanos.
-Ambos aspectos precisan una política coordinada, compatible con la sustantividad de los viejos Ejércitos nacionales, que haga creible el puesto que por razones culturales y económicas corresponde a Europa en el mundo.
-Esto no puede ni debe olvidar los lazos con EEUU, que históricamente tan buenos frutos han brindado. Deben reforzarse, lo que no equivale a sumisión, pues recta y lealmente entendidos se traducen en claros beneficios para ambas orillas. Haití ha supuesto un ilustrativo baño de realidad.
-La disuasión, la exhibición de fuerza y su potencial ejercicio, si no están respaldadas por la autoridad moral y la verosimilitud de una determinación política y estratégica, valen de poco.
La última vertiente es la que se antoja más complicada, pues el declive europeo, donde resulta más preocupante, es en ámbitos que exceden de lo puramente material. No hagamos buena la simplficadora metáfora de KAGAN (Europa en Venus, USA en Marte) o al menos atempérese en la medida de lo posible. Conviene insistir en que la influencia europea necesita una relación estrecha con los EEUU, por supuesto no acrítica, en la que el factor militar cobre, si cabe, mayor relevancia. La política de fuerza, por desgracia, no va a perder importancia en mucho tiempo. La tarea requiere élites con sentido histórico, con perspectivas de largo aliento, trascendiendo réditos políticos alicortos o ensoñaciones poco realistas.
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