No está de más, en estos momentos de "tormenta perfecta" (crisis económica, política, social, institucional...), volver la vista a nuestro pasado histórico. FELIPE II, mostrando su perplejidad ante los endémicos problemas económicos en una España paradójicamente hegemónica, llega a exclamar: " Esto de cambios e intereses nunca me ha podido entrar en la cabeza, que nunca lo acabo de entender" (nota real datada el 11 de febrero de 1580). Y en otra ocasión anterior, también en relación con una posible suspensión de pagos, se queja en estos términos: "Como que no entiendo palabra dello, y así no sé que me haga. No sé si sería bueno comunicarlo a alguno, pero tampoco sé a quien.Y el tiempo corre" (misiva a VÁZQUEZ, 22 de abril de 1577). El enorme coste del edificio imperial y de las interminables campañas militares en distintos escenarios abocó en más de una ocasión a la bancarrota, pero esas tesituras siempre se superaban, de una forma u otra.
Distinta cosa fue la crisis institucional que se desencadena con el asesinato de ESCOBEDO y la posterior huida de ANTONIO PÉREZ, ese "asunto misterioso" en el que "nadie tendrá nunca la última palabra" (BRAUDEL). La Historia advierte, y nuestro país no es excepción, que de los reveses económicos se termina saliendo a flote con más o menos dificultad, pero que de las graves crisis institucionales casi siempre restan secuelas, a veces irreversibles. En el caso que se trae a colación puede advertirse en la forja de la llamada "Leyenda Negra", que tanto ha inficcionado la visión exterior de España y la propia de los españoles sobre su ser y situación en el mundo, lastrando la consolidación de un sano patriotismo. Una parte significativa de nuestra sociedad ha interiorizado las falsedades y exageraciones de propios (LAS CASAS, PÉREZ, LLORENTE...) y extraños (MONTESQUIEU, MALTHUS, BURKE, BORROWS...), incluidas disparatadas ilustraciones holandesas sobre la conquista de América.
Las crisis institucionales pueden ofrecer una naturaleza y unas consecuencias más perniciosas que las estrictamente económicas, aún sin olvidar ni subestimar los sufrimientos de grandes sectores de población en las segundas, en las que, tarde o temprano y en un escenario normal, los efectos irán atemperándose al socaire de decisiones razonables. Y es que las primeras, si derivan de procesos larvados durante mucho tiempo, tienen más compleja salida, tal como ocurre en España, donde han sublimado lamentables tendencias de autoodio. Algo tendrá que ver con un magma político-cultural del que hemos significado uno de sus ingredientes, aunque también una prolongada abdicación de responsabilidades que pudiera empujar por la senda que conduce a la triste condición de Estado fallido.
Frente a los retos del presente no cabe sino apelar a la ley y a la fortaleza de las instituciones, incluida la que en lo sustancial alienta esta publicación. Cara al futuro, corresponde reflexionar sobre la necesidad perentoria de rectificar cuanto ha propiciado las preocupantes derivas que nos afligen, sea en el ámbito de la formación de las percepciones y conocimientos colectivos, sea en la aparatosa urdimbre organizativa del país. En otras latitudes, cuando lo esencial estaba en riesgo, así se hizo, con el empuje desinteresado de lo mejor del cuerpo social. España no puede ser menos, cuando de peores circunstancias hemos salido, basta echar una mirada superficial a las muchas vicisitudes de nuestra larga Historia. |