Divagaciones al hilo de Boko Haram, del atentado de Djibuti y otros hechos y fenómenos emparentados. Miremos al otro lado de la colina. Siempre ha llamado la atención en el surgimiento histórico del Islam su rápida expansión territorial, el dinamismo militar y la casi siempre irreversible consolidación de sus avances. Se dice que los árabes aportaron algo nuevo a la guerra, la fuerza de una idea. Aunque ideología ya había sido motor del conflicto bélico, fuera la defensa de su libertad por los griegos, de la razón por los romanos o el convencimiento de ser el pueblo elegido por Dios en los judíos, lo cierto es que en todos los casos se trataba de algo parcial, limitado, combinado con factores de distinta naturaleza.
Pero estamos ante otra forma ideológica, una suerte de fe muy pugnaz que implicaba el sometimiento a una verdad revelada que implica el derecho a combatir a quienes no la profesen. Quien esté extramuros de la “umma” (la comunidad de los creyentes) puede y debe ser combatido (el Corán: “¡ oh, los que creeis, combatid a los infieles que os rodean !”). La “umma” se vincula con la llamada “Casa de la Sumisión” (“Dar al-Islam”) y fuera de ella está la Casa de la Guerra (“Dar al- Harb”). Una entra en conflicto con la otra a partir de la muerte de Mahoma en el 632, que se traduce en la conocida “yihad” o guerra santa.
Según JOHN KEEGAN (“Historia de la guerra”), la subsiguiente expansión, rápida y fácil, se debió a dos razones. De una parte, el hecho de que el Islam no advierta contradicción entre devoción y bienestar material, lo que legitima el saqueo y el empleo del botín en pro de la causa. De otra, el islamismo disolvió dos principios por los antes se hacía la guerra, territorio y parentesco, pues no podía haber territorialidad en el objeto de someter a todo el mundo a la voluntad de Alá (Islam significa sumisión y musulmán es el que está bajo ella), disolviendo también las barreras de raza, tribu o lengua, hasta el punto que ninguna otra religión o imperio había logrado anteriormente.
Las bases culturales de occidente, asentadas en el espíritu unificador de Roma, no exento de brutalidad, pero asimilador de dioses y costumbres en el troquel racional del Derecho y la organización, y de la visión moral del cristianismo, un humanismo trascendente, parecen muy alejadas de cuanto significó el nuevo actor histórico, un turbión irresistible en su avance inicial, luego frenado por motivos que no son del caso. Por supuesto, ha de matizarse que el Islam en el presente encierra muchas diferencias en su seno, siendo una simplificación ceñirlo sólo a “yihad” y violencia cuando muestra incluso formulaciones razonablemente secularizadas y compatibles con un sistema democrático.
De lo que se trata es de considerar, en términos generales, como es factible afrontar militarmente movimientos o ideologías fanáticas, de fe inconmovible, sean de la raíz política, cultural o religiosa que sean. No es descubrir nada nuevo afirmar que hoy como ayer, sin una fe propia no es posible la victoria real, más allá de éxitos aparentes, fruto de la superioridad técnica o material. Los valores por los que se combate, llámese libertad, democracia o derechos humanos, han de entreverarse con un alto grado de convencimiento moral, fundado en la cultura propia y las bases históricas de las que fluye con naturalidad un sano patriotismo. Sin esos mimbres resulta difícil afrontar a los que saben lo que quieren y además lucharán por sus fines ideológicos a toda costa, sin más límites que el gradualismo táctico a que obligue la superioridad material del adversario.