En tiempos
de debelación de cuanto entrañe permanencia y estabilidad institucional –una
forma como cualquier otra de pegarse un tiro en el pié- , no está de más
recordar los rasgos que un relevante sector doctrinal dibujó en la última ratio
o último círculo jerárquico, realizando una traslación de los tradicionales tres
poderes estatales: capacidad ejecutiva (desde la mera disuasión hasta las
últimas consecuencias, sea en los estados excepcionales sea en tiempos de guerra
o conflicto); legislativa ( reflejada en los bandos, posibilidad ahora
completamente descartable, en recta interpretación del ordenamiento jurídico);
y, en fin, judicial (una jurisdicción especial, que cobraría intensidad en los
momentos de de ejercicio efectivo de la primera vertiente).
Dicho lo cual, en línea con el reforzamiento institucional que hemos propugnado hasta la
saciedad desde nuestra aparición, garantía de buen funcionamiento organizativo
en un pilar esencial de un Estado democrático con vocación de futuro, una
personalidad de mucho peso en el ámbito del Derecho Militar advertía hace poco
que recientes pronunciamientos e iniciativas propiciaban un más que preocupante deslizamiento
desde el “toque de silencio” al “toque de oración”, parafraseando un texto que
ha devenido en canónico en la materia. Una afectación de una faceta
institucional digna de preservación –y, como no, de mejora-, con efectos
devastadores en bienes jurídicos imprescindibles y connaturales, tales como la
disciplina y la jerarquía. Ojalá su inquietud resulte injustificada.
El 18 de
junio se cumplieron dos siglos de Waterloo. Para unos el desenlace de la batalla
determinó cuanto sucedió en suelo europeo hasta la Primera Guerra Mundial. Para
otros, por el contrario, una victoria napoleónica quizá no hubiera cambiado el
escenario en lo sustancial, con una Francia ya muy mermada en su potencial, muy
distinta a la de un lustro antes, y el resto de las potencias europeas con
voluntad inequívoca de conjurar cualquier hegemonía desequilibrante. Recordemos,
en todo caso, la conducción valerosa e inteligente de WELLINGTON, la llegada
providencial de BLÜCHER en el momento crítico o el errabundo proceder de
GROUCHY, circunstancias todas que recuerdan que el factor humano es elemento
decisivo en toda acción de combate.
Curiosidad poco conocida es que WELLINGTON acostumbraba a vestir de civil
(casaca azul, calzón de ante blanco, pañuelo blanco y botas), con añadidos
militares como la faja de capitán general español y escarapelas en el bicornio
(de Reino Unido, Países Bajos, Portugal y España). Precisamente, tras su paso
por la India, luchó en España y Portugal, en lo que llamamos Guerra de la
Independencia y los británicos Guerra Peninsular. Talavera, Fuentes de Oñoro,
Badajoz, La Albuera, Ciudad Rodrigo, Arapiles, Vitoria o San Sebastián son
episodios sobradamente conocidos. En la península trabó amistad con el general
español ÁLAVA, uno de los héroes de Trafalgar, que llegará a formar parte de su
estado mayor en Waterloo.
Su paso por España –con algún claroscuro en el proceder de sus subordinados- le
colmó de honores y recompensas materiales. Es sabido que, en líneas generales,
la historiografía anglosajona lo ha engrandecido, con correlativo desprecio del
esfuerzo hispano en la contienda. Pero es justo reivindicar el papel decisivo y
muy relevante de guerrilleros y tropas regulares españolas en la victoria,
incluso reconocido por el propio BONAPARTE. Mas volviendo al vencedor de
Waterloo, es evidente el genio militar del personaje, sin duda merecedor de su
inclusión en el elenco de los mejores generales de la Historia. Y, por cierto,
en su cuartel general tuvo un competente auditor, F. SEYMOUR LARPENT, que nos ha
dejado un interesante relato de su paso por España. Buenas vacaciones de verano
a todos.
|