Dicen que el hombre es un animal simbólico. Banderas, himnos, instituciones y
personificaciones de una tradición o de una historia contribuyen a tejer el
imaginario sobre el que se edifica la convivencia. En el británico “king and
country” prima la representación de un todo sobre la concreción individual de
una jefatura. También entre nosotros, basta un superficial análisis del Título
constitucional dedicado a la Corona, con alusión a un símbolo de “unidad y
permanencia”.
Pero ciñéndonos a la bandera, no está de más recordar, en tiempos de
relativización, cuando menos, de los símbolos comunes, cual ha sido su origen.
Al estar gobernados por la Casa de Borbón varios países europeos (España,
Francia, Nápoles y Sicilia, Parma y Toscana), los buques se confundían en la
mar, al enarbolar todos pabellones blancos. Para solventar el problema, CARLOS
III, a través de su ministro de Marina VALDÉS, convocó un concurso, resuelto en
Real Decreto de 28 de mayo de 1785, en el que se opta, de entre doce diseños,
por la bandera bicolor, roja y gualda.
Claramente inspirada en los colores predominantes en las Coronas castellana
(carmesí) y aragonesa (encarnado y amarillo), paulatinamente se extendió a
plazas marítimas, sus castillos y otros cualesquiera de las costas (1786),
arsenales, cuarteles, astilleros, observatorio, escuelas y otras dependencias de
la Marina (1793), algunas unidades terrestres en al guerra de la independencia
(1808 a 1814) y en la primera guerra carlista (1833 a 1840), las propias Cortes
de Cádiz (1812) y, en fin, ya en 1843 se extiende a todos los ámbitos.
Perdura desde esa fecha hasta la actualidad, con un mínimo paréntesis en los
años treinta del pasado siglo. Ni la Gloriosa, ni el reinado de AMADEO DE
SABOYA, ni la I República ni la Restauración alteraron esos colores. Queda
constitucionalizada en el artículo 4.1 de la vigente norma suprema y se
regula en la Ley 39/1981, de 28 de octubre. No puede dejar de reseñarse que
“todo militar tiene el deber de prestar ante la bandera juramento o promesa de
defender a España” y que “mostrará el máximo respeto a la Bandera y Escudo de
España y al Himno Nacional como símbolos de la patria transmitidos por la
historia” (artículo 6 de la Reales Ordenanzas). Data del año 2010 el vigente
Reglamento de Honores Militares (Real Decreto 684/2010, de 20 de mayo).
Sería reduccionista y entrañaría un grave error limitar todo lo relativo a la
bandera a una cuestión puramente militar. El símbolo es de todos, y como
tal conviene hacer pedagogía sobre su origen y significado. Ardua tarea en
nación con un sistema educativo que, al margen de su fragmentación, no parece
mostrar una articulación todo lo homogénea que sería aconsejable, al menos en lo
que a historia común respecta. A ello cabe aparejar una relevante tendencia que
inexplicablemente identifica el respeto a los símbolos comunes y el orgullo
sobre el pasado, en la medida que lo merezca, con perspectivas trasnochadas,
sino reaccionarias.
En año de celebraciones cervantinas, dos significativos botones de muestra de
esa curiosa paleocultura: el sorprendente discurso del galardonado
el año pasado con el premio CERVANTES y la “performance” perpetrada días atrás
en sede legislativa. Una mirada autodestructiva e injustificada que no resiste
comparación con el sentir colectivo y el impulso que lo alienta incluso en
países con un bagaje histórico y cultural más limitado que el nuestro.
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